Existen
personas excepcionalmente privilegiadas, que llegan a la vida signadas por la
providencia. Y por ello deben dar gracias. Yo soy una de ellas.
Nací
en la Maternidad de un Hospital Público, de madre soltera, en el seno de una
familia de escasos recursos. En mi adolescencia alquilábamos una vivienda con
techo de paja, con paredes de adobe, madera y lata, con goteras y patio de
tierra. Nos vestíamos con ropas heredadas y asistíamos becadas a colegios
privados.
A cambio de todo eso, me fue concedido el privilegio de la lectura.
En aquellos tiempos de mi infancia, no se obsequiaban libros en las canchas de fútbol, había que ganarlos compitiendo en certámenes intra y extra-escolares de lectura, ortografía o redacción. Así aprendíamos acerca del auténtico valor del idioma y de esos volúmenes escritos por grandes maestros de la literatura universal que ya comenzaban a integrar nuestro propio legado cultural, nuestra textoteca personal.
Un título repetido en esas incipientes bibliotecas era Corazón, de Edmundo D´Amicis. Indudablemente seleccionado por los organizadores con la finalidad de fortalecer el desarrollo de virtudes morales similares a las que, por aquel entonces, transmitía la familia. Y los libros amarillos con tapa dura de la clásica colección Robin Hood acercándonos a Mark Twain, Harold Foster, Louise May Alcott, Fenimore Cooper, Julio Verne, Ridder Haggard, Jack London, Lucio Mansilla, Charles Dickens, Lewis Carroll, Stevenson y Salgari
Martina, mi bisabuela, solía sentarse en los atardeceres bajo la protección lilazul de las glicinas y, mientras dejaba secar su larga cabellera entrecana, me pedía que le leyera las páginas del diario, algunos poemas o antiguas cartas familiares que atesoraba en una ajada caja de zapatos. Así me fue revelado, sin lema publicitario alguno, que la prohibición del alfabeto tiene un significado altamente esclavizante y que, a través de la lectura comenzamos a conquistar la libertad más genuina, la libertad del pensamiento.
Ninguno de mis padres o maestros se detuvo a hacerme objeto de interminables e insistentes retóricas destacando los beneficios que aporta la lectura a la ilustración esclarecida de los pueblos. Alcanzaba con mirar a mi madre en la cocina leyendo a los Dumas, las hermanas Bronté, Flaubert, Conan Doyle, Poe, Víctor Hugo, Oscar Wilde o Julio Verne antes de comenzar su jornada de rutinas cotidianas. Bastaba con observar a mi padre compartiendo con nosotras poemas de Pedro B. Palacios, Belisario Roldán, Federico García Lorca, Homero, José Hernández, mientras aguardaba a que la cena estuviera servida. Así entendí que la lectura no solamente instruye sino que ayuda a crear hábitos de reflexión, favorece el siempre necesario esparcimiento y contribuye a la felicidad.
Así, con la lectura como único salvoconducto, burlamos estadísticas que reservaban el conocimiento para determinadas jerarquías sociales. Así cruzamos páginas memorables, frecuentamos las costumbres, el pensamiento, la historia y la geografía de regiones que quizá ya nunca visitaremos, pero cuyo recuerdo se mantiene tan real dentro del alma que, en ocasiones, hasta dudamos del verdadero alcance de nuestra memoria.
A cambio de todo eso, me fue concedido el privilegio de la lectura.
En aquellos tiempos de mi infancia, no se obsequiaban libros en las canchas de fútbol, había que ganarlos compitiendo en certámenes intra y extra-escolares de lectura, ortografía o redacción. Así aprendíamos acerca del auténtico valor del idioma y de esos volúmenes escritos por grandes maestros de la literatura universal que ya comenzaban a integrar nuestro propio legado cultural, nuestra textoteca personal.
Un título repetido en esas incipientes bibliotecas era Corazón, de Edmundo D´Amicis. Indudablemente seleccionado por los organizadores con la finalidad de fortalecer el desarrollo de virtudes morales similares a las que, por aquel entonces, transmitía la familia. Y los libros amarillos con tapa dura de la clásica colección Robin Hood acercándonos a Mark Twain, Harold Foster, Louise May Alcott, Fenimore Cooper, Julio Verne, Ridder Haggard, Jack London, Lucio Mansilla, Charles Dickens, Lewis Carroll, Stevenson y Salgari
Martina, mi bisabuela, solía sentarse en los atardeceres bajo la protección lilazul de las glicinas y, mientras dejaba secar su larga cabellera entrecana, me pedía que le leyera las páginas del diario, algunos poemas o antiguas cartas familiares que atesoraba en una ajada caja de zapatos. Así me fue revelado, sin lema publicitario alguno, que la prohibición del alfabeto tiene un significado altamente esclavizante y que, a través de la lectura comenzamos a conquistar la libertad más genuina, la libertad del pensamiento.
Ninguno de mis padres o maestros se detuvo a hacerme objeto de interminables e insistentes retóricas destacando los beneficios que aporta la lectura a la ilustración esclarecida de los pueblos. Alcanzaba con mirar a mi madre en la cocina leyendo a los Dumas, las hermanas Bronté, Flaubert, Conan Doyle, Poe, Víctor Hugo, Oscar Wilde o Julio Verne antes de comenzar su jornada de rutinas cotidianas. Bastaba con observar a mi padre compartiendo con nosotras poemas de Pedro B. Palacios, Belisario Roldán, Federico García Lorca, Homero, José Hernández, mientras aguardaba a que la cena estuviera servida. Así entendí que la lectura no solamente instruye sino que ayuda a crear hábitos de reflexión, favorece el siempre necesario esparcimiento y contribuye a la felicidad.
Así, con la lectura como único salvoconducto, burlamos estadísticas que reservaban el conocimiento para determinadas jerarquías sociales. Así cruzamos páginas memorables, frecuentamos las costumbres, el pensamiento, la historia y la geografía de regiones que quizá ya nunca visitaremos, pero cuyo recuerdo se mantiene tan real dentro del alma que, en ocasiones, hasta dudamos del verdadero alcance de nuestra memoria.
2 comentarios:
Norma querida:
Tu palabra luminosa habla de esas maravillosas raíces.
Me ha encantado!
Noma , querida amiga , Creo , que la literatura es la mejor herencia que nos deja la vida. Me has conmovido . Un abrazo fuerte!
amelia
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