Juan de
Garay al fondo.
Lamentos de
batracios en la tarde. Zanjas a cielo abierto. Cercos de madreselvas y campánulas. El río merodeando en las
veredas toda vez que escapaba de su cauce. Y alineadas canillas de sed comunitaria.
Justo cuando los filos de un agosto preñado de
cansancio enmarañaba acacias. Y
el mal vino invadía los boliches donde “firuleteaban” rumores de milongas debajo de
techumbres oxidadas. Y en las
profundidades del silencio un silbido malevo desplegaba emboscadas.
Por los muslos dispuestos a la vida se abrió
paso su llanto hacia la comadrona que aguardaba.
Otro terco
apetito para la resistencia sentada ante la mesa cotidiana.
Y lo llamaron
Juan. Breve. Tajante. Igual que la ternura presurosa con que los padres pobres
cuidaban de sus hijos. O al menos lo intentaban.
Nombre de pueblo, pan y agua de lluvia. Propio
de risas largas. De tejos y
rayuelas, trompos viejos y canicas de barro. Que suena a
manantial, a hogaza tibia, a rotunda esperanza.
Obtuvo libertades a cambio de una ofrenda de
carencias y escamas. Y en esos
infortunios aprendió el equilibrio, la estructura, la esencia natural de su paisaje.
Tuvo escuela de a ratos. Poca. Nada.
Se formó en la lealtad y el compromiso. Se
nutrió en los desmanes del follaje hasta que la memoria se le tornó esmeralda. Añil en la inquietud de las glicinas. Escarlata en el cuerpo de los
leños deshilachando escarchas.
Y de pie
sobre mudos albardones demostró que hay futuros coordinados por índices
andróginos capaces de vencer a la ignorancia.
Más acá de
evangelios, de capullos de seda, de ocultas exenciones. Más allá de las máscaras.
Así, desde
el sosiego, la verdad impiadosa de sus tintas derrotó las miradas. Y anduvo su existencia
multiplicando dones, atravesando dédalos de sombra, escollos, desamores,
palabras maniatadas.
Porque en los laberintos interiores, mientras
la luz hería sus sentidos, una chispa de amor encendió el fuego en matrices tiznadas.
Entonces derivaron
fragmentos desprolijos de río sin amarras.
Recortes de candores en harapos. Una tregua de harina de maíz bullendo en la fogata. Y a la hora de la siesta el
andar vagabundo de solapas extraviando pisadas.
A la sazón los rostros solitarios por profundas veredas de
nostalgia. Preparaban hechizos
de pan y yerba amarga. En tanto
escondían sueños abajo de fisuras que rasgaban la lona en su alpargata.
Y cual un
oficiante que conoce y acata las alianzas. Brindaba el testimonio imaginero de
espacios y distancias.
Un mundo tan mediato a nuestro mundo que
todavía hiere las mejillas como una bofetada.
Juan tendía
su mano y trastornaba todo. Su actitud era cálida, servicial, respetuosa,
fraterna, necesaria.
Y el mensaje
tan claro que nunca resultaba imprescindible su traducción gramática.
Yo lo he
visto pintando, noche y día.
Atrapado en
las redes misteriosas de una agreste añoranza.
Con su oscura paleta de oleajes cenagosos y riberas porfiadas.
Esa fue su
misión. Su voluntad. Su lucha.
No quiso reemplazarla.
Eligió ser
así cada mañana.
Un
adversario arisco, combatiente. Detrás de ese semblante bondadoso. Y risa campechana.
La afable
mansedumbre con que aceptó maderos que le fueron legados apenas estallada la
primicia del alba.
En el
principio mismo de los tiempos. Entre esputos de lava.
Asumió
humildemente su pertenencia a un ciclo de penurias, prejuicios y migajas.
De pieles
agrietadas por ventiscas de infamias.
De convulsos
espasmos repetidos bajo urdimbres de lana.
Afrontó sin
vergüenza ese destierro de salvaje alborada.
De
infusiones nutrientes cocidas en fogones de hojalata.
Y calcinaba
arenas o mecía viajeros camalotes la insolente paciencia de las ascuas
Era un amigo
honesto que mordía los huesos de la pena si las complicidades ceñían sus mordazas.
Un espíritu
puro, generoso, sencillo, vulnerable. Una persona diáfana.
Vivía en una
casa sin puertas ni cerrojos ni atalayas. Impugnaba el idioma de las zarzas.
Y no negó a
ninguno el trazo inconfundible de su magia.